Yo hablé con Hitler.

Por David Lloyd George

David Lloyd George, Joachim von Ribbentrop y Adolf Hitler.

Acabo de regresar de una visita a Alemania.

En tan poco tiempo, uno solo puede formarse impresiones, o al menos comprobar las impresiones que años de observación a distancia a través del telescopio de la prensa y la constante investigación de quienes han visto las cosas más de cerca ya se habían formado en la mente de uno.

Ahora he visto al famoso líder alemán y también algo del gran cambio que ha efectuado.

Independientemente de lo que uno piense de sus métodos, y ciertamente no son los de un país parlamentario, no cabe duda de que ha logrado una transformación maravillosa en el espíritu de la gente, en su actitud hacia los demás, y en sus relaciones sociales y perspectivas económicas.

Con razón, afirmó en Núremberg que en cuatro años su movimiento ha creado una nueva Alemania.

No es la Alemania de la primera década después de la guerra -rota, abatida y arrodillada con una sensación de aprensión e impotencia. Ahora está llena de esperanza y confianza, y de un renovado sentido de determinación para llevar su propia vida sin la interferencia de cualquier influencia de fuera de sus fronteras.

Por primera vez desde la guerra hay una sensación general de seguridad. La gente es más alegre. Hay una mayor sensación general de alegría de espíritu en toda la tierra. Es una Alemania más feliz. Yo lo vi en todas partes y los ingleses que conocí durante mi viaje, y que conocían Alemania, estaban muy impresionados con el cambio.

Un hombre ha logrado este milagro. Es un líder de hombres nato. Una personalidad magnética y dinámica con un único propósito, una voluntad resuelta y un corazón intrépido.

No es solo de nombre, sino de hecho, el líder nacional. Él los ha puesto a salvo de los enemigos potenciales que los rodeaban. Él también los está protegiendo contra ese miedo constante a la inanición, que es uno de los recuerdos conmovedores de los últimos años de la guerra y los primeros años de la paz. Más de 700.000 murieron de pura hambre en esos años oscuros. Todavía se puede ver el efecto en el físico de aquellos que nacieron en ese mundo sombrío.

El hecho de que Hitler haya rescatado a su país del temor a una repetición de ese período de desesperación, penuria y humillación le ha dado una autoridad indiscutible en la Alemania moderna.

En cuanto a su popularidad, especialmente entre los jóvenes de Alemania, no puede haber ninguna duda. Los viejos confían en él; los jóvenes lo idolatran. No es la admiración propia hacia un un líder popular. Es la adoración de un héroe nacional que ha salvado a su país del absoluto desaliento y la degradación.

Es cierto que la crítica pública del gobierno está prohibida en todas sus formas. Eso no significa que la crítica esté ausente. He escuchado discursos de destacados oradores nazis ser criticados libremente.

Pero ni una palabra de crítica o desaprobación he oído decir sobre Hitler.

Él es tan inmune a las críticas como un rey en un país monárquico. Él es algo más. Él es el George Washington de Alemania, el hombre que ganó para su país la independencia de todos sus opresores. Para aquellos que no han visto y percibido la forma en que Hitler reina sobre el corazón y la mente de Alemania, esta descripción puede parecer extravagante. De todos modos, es la pura verdad. Esta gran gente trabajará mejor, sacrificará más y, si es necesario, luchará con mayor resolución porque Hitler les pide que lo hagan. Aquellos que no comprenden este hecho central no pueden juzgar las posibilidades actuales de la Alemania moderna.

Por otro lado, aquellos que imaginan que Alemania ha vuelto a su antiguo temperamento imperialista no pueden comprender el carácter del cambio. La idea de una Alemania que intimide a Europa con la amenaza de que su irresistible ejército marche a través de las fronteras no forma parte de la nueva visión.

Lo que dijo Hitler en Núremberg es verdad. Los alemanes resistirán hasta la muerte contra todos cualquier invasor en su propio país, pero ya no tienen el deseo de invadir ninguna otra tierra.

Los líderes de la Alemania moderna saben demasiado bien que Europa es una propuesta demasiado formidable para ser invadida y pisoteada por una sola nación, por poderoso que sea sus armamento. Han aprendido esa lección en la guerra.

Hitler luchó en las líneas de combate durante toda la guerra, y sabe por experiencia personal lo que significa la guerra. También sabe demasiado bien que las probabilidades contra un agresor son aún menores hoy en día de lo que eran en ese momento.

Lo que entonces era Austria ahora sería en gran medida hostil a los ideales de 1914. Los alemanes no se hacen ilusiones acerca de Italia. También son conscientes de que el ejército ruso es en todos los aspectos mucho más eficiente de lo que era en 1914.
El establecimiento de una hegemonía alemana en Europa, que era el objetivo y el sueño del viejo militarismo de la preguerra, ni siquiera está en el horizonte del nazismo.

En cuanto al rearme alemán, no puede haber duda de su existencia. Teniendo en cuenta que todos los vencedores de la gran guerra, excepto Gran Bretaña, han pasado por alto las obligaciones de su propio tratado en cuanto a los desarmes, el Führer ha roto deliberadamente la parte que afectaba a su propio país.

Él ha seguido el ejemplo de las naciones responsables del Tratado de Versalles.
Ahora es una parte reconocida de la política de Hitler construir un ejército que sea lo suficientemente fuerte como para resistir a todos los invasores vengan de donde vengan. Creo que ya ha alcanzado esa medida de inmunidad. Ningún país o combinación de países podría confiar en vencer a la Alemania de hoy.

Tres años de preparación febril han fortalecido tanto las defensas de Alemania que las hacen impenetrables al ataque, excepto con un sacrificio de vidas que sería más atroz que el infligido en la gran guerra.

Pero, como puede decir cualquiera que conozca la guerra, hay una gran diferencia entre un armamento defensivo y el ofensivo. A la defensiva, las armas no necesitan ser tan poderosas y las tropas que las manejan no necesitan ser tan numerosas o estar tan bien entrenadas como en un ataque. Unos pocos artilleros seleccionados hábilmente, escondidos y resguardados, pueden mantener a raya a una división entera respaldados por la devastadora artillería.

Alemania ha construido fuertes posiciones defensivas y tiene, no tengo duda de ello, un número suficiente de hombres entrenados o semi-entrenados con suficientes ametralladoras y artillería para mantener estas posiciones contra los ataques. También tiene una flota aérea muy eficiente y poderosa.

No hay ningún intento de ocultar estos hechos. El rearme se lleva a cabo de manera bastante abierta, y se jactan de ello. Representa el estallido del desafío lanzado contra Rusia. Se sienten seguros ahora.

Pero a Alemania le tomará por lo menos 10 años formar un ejército lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a los ejércitos de Rusia o Francia en cualquier terreno que no sea el suyo propio. Allí puede luchar con éxito, porque puede elegir campos de batalla que ha preparado y fortificado cuidadosamente, y tiene suficientes hombres entrenados para defender las zanjas y las fortificaciones de hormigón.

Pero su ejército recluta es muy joven, hay una brecha de edad para llenar las reservas, particularmente en los oficiales. Como ejército ofensivo, llevaría unos 10 años ponerlo al nivel del gran ejército de 1914.

Pero cualquier intento de repetir las travesuras de Poincaré en el Rühr se encontraría con la resistencia fanática de miles de hombres valientes que consideran que la muerte para la patria no es un sacrificio sino una gloria.

Este es el nuevo temperamento de la juventud alemana. Hay casi un fervor religioso sobre su fe en el movimiento y su líder.

Eso me impresionó más que nada de lo que fui testigo durante mi breve visita a la nueva Alemania. Había una atmósfera de avivamiento. Ha tenido un efecto extraordinario unificando la nación.

Católicos y protestantes, prusianos y bávaros, empleadores y trabajadores, ricos y pobres, se han consolidado en un solo pueblo. Los orígenes religiosos, provinciales y de clase ya no dividen a la nación. Existe una pasión por la unidad nacida de una extrema necesidad.

Las divisiones que siguieron al colapso de 1918 hicieron que Alemania se enfrentara a sus problemas, tanto internos como externos. Así, el choque de pasiones rivales no solo es desaprobado sino que se suprime temporalmente.

El ataque público al gobierno es censurado tan despiadadamente como en estado de guerra. Para un británico acostumbrado a generaciones de libertad de expresión y libertad de prensa, esta restricción a la libertad es repelente, pero en Alemania, donde esa libertad no está tan arraigada como lo está aquí, la nación lo acepta no porque tenga miedo a protestar sino porque ha sufrido tanto por la disensión que la gran mayoría piensa que debe suspenderse temporalmente a toda costa.

La libertad de crítica está, por el momento, en suspenso. La unidad alemana es el ideal y el ídolo del momento, y no la libertad.

Encontré en todas partes una hostilidad feroz e intransigente hacia el bolchevismo ruso, junto con una genuina admiración por el pueblo británico con un profundo deseo de un entendimiento mejor y más amable con ellos.

Los alemanes definitivamente decidieron no volver a luchar con nosotros. Tampoco tienen sentimientos vengativos hacia los franceses. Han borrado por completo cualquier deseo de restaurar Alsacia-Lorena.

Pero existe un verdadero odio al bolchevismo, y lamentablemente está creciendo en intensidad. Constituye la fuerza impulsora de su política internacional y militar. Su conversación privada y pública está llena de ello. Dondequiera que vayas, no necesitas esperar mucho antes de escuchar la palabra “Bolchevismus” y se repite una y otra vez con una reiteración cansina.

Sus ojos se concentran en el Este como si estuvieran observando atentamente el estallido del día de la ira. Contra esto, se están preparando con minuciosidad alemana.

Este miedo no es infundado. Están convencidos de que hay muchas razones para el recelo. Temen al gran ejército que se ha construido en Rusia en los últimos años.

Una campaña excepcionalmente violenta de odio anti-alemán llevada a cabo por la prensa oficial rusa y promovida por la radio oficial de Moscú ha revivido la sospecha en Alemania de que el gobierno soviético está planeando algo malo contra la patria.

Lamentablemente, los líderes alemanes culparon de esto a la influencia de prominentes judíos rusos, y así el sentimiento antijudío se está revolviendo una vez más, en un momento en que estaba desapareciendo. El temperamento alemán no se deleita en la persecución más que el británico, y el buen humor nativo del pueblo alemán pronto se convierte en tolerancia tras una demostración de mal genio. Todos los bienhechores de Alemania -y me cuento entre ellos- oran fervientemente para que los discursos de Goebbels no provoquen otra manifestación antijudía. Eso marchitaría las hojas verdes de buena voluntad que crecían tan sanamente en el destruido campo de batalla que una vez separó a las grandes naciones civilizadas.

Pero debemos hacer bien en no atribuir una importancia exagerada a los recientes estallidos contra Rusia. El hecho es que las relaciones del gobierno alemán con Rusia se encuentran en un estancamiento: del cual nosotros mismos solo acabamos de salir.

Todos podemos recordar el momento en que Moscú, a través de sus publicaciones oficiales, prensa y radio, realizó atroces ataques personales contra algunos ministros británicos –Austen Chamberlain, Ramsay MacDonald y Churchill– y calificó a nuestro sistema político y económico como esclavitud organizada. Nosotros iniciamos una campaña de calumnias al estigmatizar a sus líderes como asesinos, su sistema económico como bandidaje y su comportamiento social como una orgía de inmoralidad y ateísmo.

Esta ha sido la forma habitual de relación diplomática entre la Rusia comunista y el resto del mundo en ambos sentidos. No debemos olvidar que incluso cuando tuvimos un ministro ruso aquí, enviamos a la policía a asediar uno de los edificios oficiales de la embajada rusa para buscar traición en sus cestas de mantequilla congelada.

Nadie imaginó que fuera una premonición o una provocación a la guerra en ninguno de los dos bandos. La disputa de difamaciones entre Alemania y Rusia es solo el lenguaje habitual de la diplomacia al que todos los países se han acostumbrado durante los últimos 20 años en lo que respecta a la Rusia comunista.

Es importante que nos demos cuenta, por el bien de nuestra tranquilidad, de que una repetición de este indecoroso emparejamiento no significa en modo alguno una guerra. Alemania no está más dispuesta a invadir Rusia que a una expedición militar a la luna.

¿Qué quiso decir el Führer cuando comparó las tierras ricas pero desaprovechadas de Ucrania y Siberia y los recursos minerales inagotables de los Urales con la pobreza del suelo alemán? Fue simplemente una respuesta nazi a la acusación lanzada por los soviéticos sobre las miserias del campesinado y los trabajadores de Alemania bajo el dominio nazi.

Hitler respondió burlándose de los soviéticos con el miserable uso que estaban haciendo de los enormes recursos de su propio país en comparación con el logro nazi en una tierra cuya riqueza natural era relativamente pobre.

Él y sus seguidores tienen horror al bolchevismo y sin duda subestiman las grandes cosas que los soviéticos han logrado en su vasto país. Los bolcheviques responden minimizando los servicios de Hitler a Alemania. Es solo un intercambio de ataques entre dos gobiernos autoritarios. Pero eso no significa guerra entre ellos.

No tengo espacio para dar un catálogo de todos los esfuerzos que se están llevando a cabo para desarrollar los recursos de Alemania y mejorar las condiciones de vida de su gente. Son inmensos y tienen éxito.

Solo quisiera decir aquí que estoy más convencido que nunca de que el país libre al que acabo de regresar sería capaz de lograr grandes cosas si sus gobernantes tuvieran el coraje y se decidieran audazmente a emprender la tarea.

David Lloyd George (Mánchester, 17 de enero de 1863 – Gwynedd, Gales, 26 de marzo de 1945) fue un político británico, primer ministro entre 1916 y 1922, durante la última etapa de la Primera Guerra Mundial y los primeros años de la posguerra.