Inferioridades raciales

El estadounidense James Dewey Watson es uno de los científicos más importantes del siglo XX. Nada menos que el descubridor, junto con Francis Crick y Maurice Wilkins, de la estructura del ADN, por lo que recibió el Nobel de Medicina en 1962. En años posteriores ejercería de director del Proyecto Genoma Humano, cargo del que dimitiría por su desacuerdo con los colegas que pretendían patentar secuencias de genes, ya que, según Watson, «las leyes de la naturaleza no pueden ser propiedad de nadie».

Pero su enorme prestigio no le evitó el escándalo cuando declaró en 2007 que hay un vínculo genético entre inteligencia y raza. Afirmó que las diferencias de cociente intelectual entre negros y blancos se deben a los genes, por lo que se manifestó pesimista sobre el futuro de África. También expuso su crítica a los izquierdistas «porque no les gusta la genética, ya que ésta implica que a veces fallamos en la vida debido a que tenemos malos genes, mientras que ellos desean que todos los fracasos en la vida se deban a la maldad del sistema». De repente, el sabio se convirtió en un ignorante. El escándalo fue mayúsculo, pero, explicando que lo que él deseaba promover era la ciencia y no el racismo, logró capear el temporal.

El año pasado, con motivo de su nonagésimo cumpleaños, se emitió un documental sobre su vida y obra (American Masters: Decoding Watson) en el que reiteró sus opiniones acerca de la relación entre raza y genética. Esta vez no hubo perdón: el prestigioso Cold Spring Harbor Laboratory, del que fue director, condenó sus declaraciones por «reprobables y sin sustento científico», revocó sus cargos honorarios y cortó toda relación con él. La prensa mundial le colmó de insultos y sólo faltó que le retirasen el Nobel. Pero ninguno de los argumentos empleados contra las opiniones del científico se adentraron en el terreno de la ciencia, agazapados en el de la corrección política, enfoque particularmente incomprensible, dado que Watson no sacó ninguna consecuencia moral o jurídica de sus opiniones científicas, lo que sí podría haber sido objeto de debate político.

No es la primera vez que estos asuntos levantan intensas polémicas. En 1994, por ejemplo, el psicólogo Richard Herrenstein y el sociólogo Charles Murray publicaron el libro The bell curve: intelligence and class structure in American life, en el que sostuvieron que la inteligencia humana está influida por factores tanto ambientales como heredados. Entre estos últimos se encuentra el factor raza, estrechamente unido al cociente intelectual. Según las estadísticas manejadas por los autores, las razas situadas en las primeras posiciones son la amarilla y la blanca, y la peor clasificada la negra. Relacionando el cociente intelectual con la trayectoria vital de los miles de encuestados, los autores llegaron a la conclusión de que un bajo cociente intelectual influía grandemente en las posibilidades de abandonar los estudios, no encontrar trabajo, fracasar en el matrimonio, vivir en la pobreza y delinquir. Herrenstein y Murray tampoco sacaron ninguna conclusión moral o jurídica de estos datos. Lejos de ello, incluso apuntaron expresamente que, «a pesar de las causas de las diferencias, no debe haber diferencia de trato a las personas». La prensa internacional ardió de indignación, e incluso se acusó a los autores de pretender sostener con pruebas supuestamente científicas el supremacismo blanco, sorprendente acusación dado que la raza que mejor parada salía de sus estudios no era la blanca, sino la amarilla.

El premio Nobel de Física William Shockley había levantado similar polvareda al declarar en 1974: «Mis investigaciones me conducen inevitablemente a la opinión de que la principal causa de los déficits intelectuales y sociales del negro americano es hereditaria y racialmente genética, por lo que no se puede resolver en su mayor parte mediante mejoras en el ambiente». Y a Arthur Jensen, uno de los más destacados psicólogos del siglo XX, por escribir en 1969 que la capacidad cognitiva de los seres humanos está determinada principalmente por factores genéticos, no educativos, y por deducir de ello que los intentos por aumentar el cociente intelectual de los negros estaban condenados al fracaso, le tocó soportar protestas, escupitajos, peticiones de despido, la destrucción de su coche y amenazas a su familia. Tuvo que cam

El estadounidense James Dewey Watson es uno de los científicos más importantes del siglo XX. Nada menos que el descubridor, junto con Francis Crick y Maurice Wilkins, de la estructura del ADN, por lo que recibió el Nobel de Medicina en 1962. En años posteriores ejercería de director del Proyecto Genoma Humano, cargo del que dimitiría por su desacuerdo con los colegas que pretendían patentar secuencias de genes, ya que, según Watson, «las leyes de la naturaleza no pueden ser propiedad de nadie».

No es la primera vez que estos asuntos levantan intensas polémicas. En 1994, por ejemplo, el psicólogo Richard Herrenstein y el sociólogo Charles Murray publicaron el libro The bell curve: intelligence and class structure in American life, en el que sostuvieron que la inteligencia humana está influida por factores tanto ambientales como heredados. Entre estos últimos se encuentra el factor raza, estrechamente unido al cociente intelectual. Según las estadísticas manejadas por los autores, las razas situadas en las primeras posiciones son la amarilla y la blanca, y la peor clasificada la negra. Relacionando el cociente intelectual con la trayectoria vital de los miles de encuestados, los autores llegaron a la conclusión de que un bajo cociente intelectual influía grandemente en las posibilidades de abandonar los estudios, no encontrar trabajo, fracasar en el matrimonio, vivir en la pobreza y delinquir. Herrenstein y Murray tampoco sacaron ninguna conclusión moral o jurídica de estos datos. Lejos de ello, incluso apuntaron expresamente que, «a pesar de las causas de las diferencias, no debe haber diferencia de trato a las personas». La prensa internacional ardió de indignación, e incluso se acusó a los autores de pretender sostener con pruebas supuestamente científicas el supremacismo blanco, sorprendente acusación dado que la raza que mejor parada salía de sus estudios no era la blanca, sino la amarilla.

El premio Nobel de Física William Shockley había levantado similar polvareda al declarar en 1974: «Mis investigaciones me conducen inevitablemente a la opinión de que la principal causa de los déficits intelectuales y sociales del negro americano es hereditaria y racialmente genética, por lo que no se puede resolver en su mayor parte mediante mejoras en el ambiente». Y a Arthur Jensen, uno de los más destacados psicólogos del siglo XX, por escribir en 1969 que la capacidad cognitiva de los seres humanos está determinada principalmente por factores genéticos, no educativos, y por deducir de ello que los intentos por aumentar el cociente intelectual de los negros estaban condenados al fracaso, le tocó soportar protestas, escupitajos, peticiones de despido, la destrucción de su coche y amenazas a su familia. Tuvo que cambiar de domicilio, desplazarse protegido por guardaespaldas y cancelar su actividad docente para evitar disturbios.

Lo más interesante de esta peliaguda intersección entre la ciencia y la política es que sólo se da en una dirección, con un único culpable posible: el hombre blanco. Pues también ha habido quienes han sostenido que la melanina está directamente relacionada con la inteligencia, razón por la que los negros serían más inteligentes que los blancos. Este tipo de afirmaciones, aunque, evidentemente, también levantan polémica, suelen pasar bastante inadvertidas.

Las que sí tienen eco, y suelen ser muy celebradas, son las manifestaciones de autodesprecio de los blancos. Así, la portada del ABC del 5 de agosto de 1996 proclamó la «apoteosis de la negritud» en los recién concluidos juegos olímpicos de Atlanta. Junto a la muy simbólica imagen de unas manos negras sosteniendo desde arriba a unas blancas, el diario conservador madrileño subrayó que «se ha vuelto a poner de manifiesto la supremacía de la raza negra en la alta competición». Y en páginas interiores seguía explicándose, bajo el título «Negritud: más altos, más lejos, más fuertes», que «una de las máximas del olimpismo se cumple en función al color de la piel de cada atleta. En estos Juegos, más que nunca, los hombres de color han impuesto su ley».

Tres años más tarde, el mismo ABC publicaba un artículo de Jaime Campmany en el que manifestaba así su satisfacción:

Siempre es primero en la meta un negro, y luego, segundo, otro negro, y tercero, otro más, y detrás llegan los que fueron hercúleos atletas tudescos, rusos, eslavos y nórdicos, blancos, rubios, casi todos derrotados (…) Está claro que la raza negra es físicamente superior a la raza blanca.

Valgan estos dos ejemplos nacionales para mostrar un fenómeno evidentemente mundial y que colma de satisfacción a los profesionales del antirracismo, ésos que afirman que no hay diferencia alguna entre las razas por la sencilla razón de que las razas no existen: sólo existe la raza humana. Pero cuando se trata de señalar la inferioridad –y, sobre todo, la maldad– de la blanca, entonces, de repente, vuelven a existir: por ejemplo, esas pancartas feministas que rezan «Que arda lo macho y lo blanco» o el linchamiento mundial a los blancos como consecuencia de la trágica muerte de George Floyd.

Por otro lado, ¿puede usted imaginar, antirracista lector, la que se organizaría si a un periódico cualquiera, de cualquier país del mundo, se le ocurriese titular su portada, por motivos olímpicos o de cualquier otro tipo, «Apoteosis de la raza blanca»?

Para terminar, regresemos al principio de estas líneas, comenzadas con el caso Watson. Porque parece prudente conservar la calma y responder a los argumentos científicos con argumentos científicos, y a los políticos con argumentos políticos. La ciencia y la política son dos elementos que, separados, funcionan razonablemente bien. Pero cuando se mezclan, suelen explotar.

Jesús LainzFuente: Libertad Digital.com

Jean Raspail ha muerto.

El gran Casandro de nuestra época, Jean Raspail, acaba de morir en París a los 94 años, mientras la policía se enfrenta en las calles a las turbas rojinegras.
En su «El campamento de los santos», de 1973, describió lo que está pasando hoy con una previsión portentosa: la alianza de la izquierda y los pueblos de color contra el orden occidental.
¡Qué casualidad que vaya a morir precisamente en estos días…!

Portada del libro «El campamento de los santos» de Jean Raspail, editado por Ediciones Ojeda en 1973 y que fue secuestrado por la policía, junto otros muchos, durante el asalto de la Librería Europa en 2016.

Un comunicado de prensa emitido por la familia, ha informado que a primera hora del día, fallecía Jean Raspail de 94 años de edad. Llevaba hospitalizado desde finales del mes de diciembre de 2019 y ha pasado la crisis sanitaria aislado de su familia en el Centro de Gerontología Henry Dunant de París.

Nacido el 5 de julio de 1925 paso parte de su juventud como viajero antes de centrarse en la escritura. Como autor, fue muy prolífico y controvertido, con más de 40 títulos publicados. Escritor rebelde, reconocido en el mundo literario y ganador de una buena cantidad de premios por sus aportaciones. En 1970 la Academia Francesa le otorgó su premio Jean Walter por la totalidad de su trabajo. En el 2007 fue galardonado con la Médaille dÓr des Explorations et Voyages de Découverte por la Société de géographie francesa. Su educación católica tradicional le llevo a rechazar el comunismo y el liberalismo y fue la base e inspiración para sus novelas más conocidas. Sus opiniones como “apegado a la identidad y a la tierra” le granjearon enemigos y no en pocas ocasiones le llevaron a estar en el punto de mira de la corrección política.

Raspail en su domiclio de París

PREDICIENDO EL FUTURO EN “EL CAMPAMENTO DE LOS SANTOS”

La novela Le Camp des Saints (en español “El campamento de los Santos”) ha sido una de sus obras más reconocida, reeditada continuamente desde su publicación en 1973. Traducido a la mayoría de idiomas, en español fue publicado por Plaza y Janés en 1975, por Áltera en 2007 y por la perseguida editorial Ojeda en Barcelona. Pasó a ser uno de los títulos más vendidos en varias ocasiones y fue calificado entre los primeros cinco libros en Francia en 2011.

“Y SUBIERON SOBRE LA ANCHURA DE LA TIERRA, Y CIRCUNDARON EL CAMPO DE LOS SANTOS, Y LA CIUDAD AMADA: Y DE DIOS DESCENDIÓ FUEGO DEL CIELO, Y LOS DEVORÓ” APOCALIPSIS 20:9

La novela recrea el ocaso de Europa como civilización y pueblo tras sufrir una invasión pacífica y desordenada del tercer mundo. La atmosfera del relato es asfixiante, se desarrolla en un futuro indeterminado pero no muy lejano, con la salida de navíos procedentes de la India repletos de pobres. Estos buques, que bautizan como “la flota de la esperanza” son rechazados en todos los puertos a los que se dirigen. Necesitan un país donde la opinión publica este mermada, machacada por la corrección política y dominada los medios, por lo que deciden dirigirse a las costas francesas que abren gustosamente sus puertos. En ese instante comienza el efecto llamada y cientos de nuevas iniciativas lanzan sus embarcaciones desde todos los puntos del tercer mundo. En un principio, todo parecía fruto de la casualidad, pero a medida que se desarrolla el argumento se descubre el complot de las fuerzas mundialistas que promocionan la llegada de los desposeídos.

El mediterraneo

El miedo y desconcierto se extienden por todo el país. Los europeos, que hasta ese momento habían vivido una existencia placida y sin preocupaciones, se ven superados por la nueva situación. Los burgueses esperan que sea el gobierno el que de soluciones mientras ellos se quedan expectantes e inmóviles. Los periodistas manipulan los sucesos y dan cobertura a agitadores y propagandistas que proclaman su odio contra la tradición, el país y el resto de compatriotas. Los recién llegados, que cada vez son más, se imponen a la población autóctona ahora en minoría. Las fuerzas mundialistas francesas finalmente formar un gobierno multirracial. Todo concluye cuando el último reducto de defensores de occidente, atrincherados para sobrevivir, mueren bajo las balas de la gendarmería al servicio del nuevo ejecutivo mundialista.

CONTROVERTIDAS DECLARACIONES POR PARTE DE JEAN RASPAIL

Cuando su novela fue editada en los Estados Unidos, allá por 1975, la revista literaria Kirkus Reviews critico duramente al editor que presento la obra como “acontecimiento mayor” diciendo “Probablemente así sea, como en su tiempo fue Mein Kampf“. Poco o nada importa las argumentaciones de Raspail al respecto, no hay opción ni espacio, ni la hubo en el pasado ni la habrá en el presente, para opiniones fuera del pensamiento único: “Es como si me impusieran la presencia de gente que no conozco en mi propio jardín. No se trata de racismo”. El campamento de los santos, que en absoluto es un panfleto xenófobo, es una crítica corrosiva contra el mundo moderno, dirige la mirada del lector hacia una Europa buenista, ablandada por el confort y los placeres vanos. Raspail hace una burla acida a la pérdida de identidad consecuencia de la desaparición previa de la espiritualidad.

En el año 1985, con una previsión casi adivinatoria, Raspail reitero sus puntos de vista en un artículo publicado en la revista Le Figaro “¿Francia seguirá siendo francesa en 2015?”. El artículo levanto ampollas al afirmar: “la proporción de la población inmigrante no europea de Francia crecerá para poner en peligro la supervivencia del francés tradicional cultura, valores e identidad1

El 17 de junio de 2004 volvería a ser noticia tras la publicación de un artículo titulado “La patria traicionada por la Republica” también en Le Figaro. Por la publicación de este artículo, que criticaba duramente la política de inmigración francesa, la Liga Internacional contra el racismo y el antisemitismo le demandó por “incitación al odio racial”, dando más solidez a sus argumentos esgrimidos en su novela. La demanda fue rechazada el 28 de octubre.

Raspail durante una entrevista

En el año 2017 concedió una entrevista en Paris. A la pregunta de “¿La inmigración representa a su juicio el problema central que enfrenta Europa?” su respuesta contundente: “Sin ninguna duda. La civilización europea es la que está amenazada. El problema no concierne a todo el Occidente. El único fenómeno que yo no había previsto cuando escribí el libro es el Islam. Si Europa no bloquea ese amenaza, dentro de 30 años se producirá el “gran reemplazo” de una civilización por otra”.

Puede ser que Raspail haya sido uno de los últimos escritores disidentes franceses, a la altura de Celine o Brasillach. Y efectivamente, podría haber sufrido persecución como Brasillach, condenado a muerte tras un juicio farsa. En este caso Raspail, para ahorrar todo el trabajo de los fiscales, en un alarde no sabemos si de burla o de autoafirmación, incluyo un anexo muy especial en su reedición de 2011. Se trata de una lista indicando el número de página y párrafo que podría ser objeto de persecución. El listado ascendió a 87 anotaciones por las que podían procesarle.

Polémicas a parte, Raspail nos ha dejado y cada vez quedan menos escritores libres, que escriban en disidencia y golpeen la conciencia de nuestros contemporáneos. Queda para la posteridad como un visionario de lo que tarde o temprano pasara en un viejo continente, falto de fuerzas tanto materiales como espirituales, que se enfrenta a su mayor encrucijada. Pero que sea el propio Raspail el que cierre este humilde homenaje: “Occidente está vacío, aunque él aún no tenga conciencia verdaderamente de ello. Civilización extraordinariamente inventiva, ciertamente la única que ha sido capaz de contestar a los insuperables desafíos del tercer milenio, Occidente ya no tiene más alma”.

Descanse en paz…

Manu Baskonia