Robert Faurisson nació en una localidad cercana a Londres en 1929, de padre francés y madre escocesa[1]. Es un conocido escritor y difusor del Revisionismo del Holocausto que ha sido perseguido judicialmente y atacado físicamente en al menos 10 ocasiones por sus opiniones. El intelectual judío Noam Chomsky defendió el derecho a expresarse de Faurisson del que afirma que no hay evidencia alguna de que sea antisemita.
A lo largo de su vida fue profesor en la Universidad de Lyon (entre 1974 y 1990) y La Sorbonne. Cuenta con titulación académica como especialista en análisis de documentos y sus trabajos mas conocidos se centran en el período de la Segunda Guerra Mundial. Posee además un doctorado en literatura y ciencias sociales, entre las cuales se cuenta historia.
En su libro «Escritos revisionistas» explica sus motivos para empezar a interesarse en el Revisionismo del Holocausto y las consecuencias que debió enfrentar:
A principios de los años sesenta, cuando abordé lo que Olga Wormser-Migot iba a llamar, en su tesis de 1968, «el problema de las cámaras de gas», de antemano supe las consecuencias que podía entrañar semejante empresa. El ejemplo de Paul Rassinier me advertía que podía temer graves repercusiones. Pero decidí seguir adelante, ceñirme a una investigación de carácter puramente histórico y publicar el resultado. Elegía además dejarle al adversario eventual la responsabilidad de salir del terreno de la controversia universitaria para emplear los recursos de la coerción y tal vez la violencia física.
Esto fue precisamente lo que ocurrió. Utilizando una comparación, podría decir que de alguna manera la frágil puerta del despacho en que redactaba mis escritos revisionistas cedió, un día, súbitamente, bajo la presión de una muchedumbre vociferante de protestatarios. No me quedó más remedio que constatar que la totalidad o casi totalidad de los encandilados eran hijos e hijas de Israel. «Los judíos» acababan de irrumpir en mi vida. Los descubría de pronto, no tal como los había conocido hasta entonces –es decir como individuos distintos unos de otros–, sino como elementos imposibles de desprender unos de otros, un grupo unido por el odio y (por usar el término que ellos prefieren) la «cólera». Frenéticos, echando espuma por la boca, en un tono que combinaba el gemido y la amenaza, me venían a gritar que mis trabajos los erizaban, que mis conclusiones eran falsas y que tenía que rendir pleitesía a su propia concepción de la historia de la segunda guerra mundial.»